miércoles, 17 de febrero de 2010

Planta baja

Parece que los humanos tenemos desde pequeños un mecanismo de respuesta ante situaciones incómodas o vacías de palabras. Cuando escasea la conversación o esta no existe, aparecen contenidos clásicos que sirven como tubo de escape. Creo que las conversaciones más estúpidas se producen en los ascensores. ¡Cuántos disparates pueden decirse en tan poco tiempo! Porque aunque no tengas la intención de dialogar con un desconocido, pocas las veces se puede evitar.
La trama más común se corresponde con el tiempo . Parece que lloverá, dicen que esta semana se alcanzarán las máximas, ¡qué frío hace hoy! ¡Es bueno saber que tienes un meteorólogo en el edificio por si algún día hay un eclipse o meteorito y no te enteras!
Otro tipo es el que actúa como investigador privado. ¿De dónde eres?, ¿qué estudias?, ¿cómo te llamas? Un lago de preguntas sin sentido se acecha sobre ti en unos minutos imperecederos que abarcan cinco pisos hasta la planta baja.
Luego existen tipos que van más allá de las preguntas tradicionales. Aquellos que se regocijan de la incomodidad durante este dilatado lapso de tiempo. Repasan la ropa puesta, el bolso, indagan sobre tus aficiones…
Después se encuentran las conversaciones de ligoteo. El chico de arriba que saluda y finalmente pide una cita en el ascensor, antes de poder escabullirte. No ha tenido suficiente con la cara de sobada y de pocos amigos. Y si no se sale con la suya, siempre tiene unos minutos al día para recordarte tu rechazo.
Existen los ancianos que se fijan en las jovencitas. En este tiempo aprovechan para piropear a las chicas con tal de sonsacarles una sonrisa o conseguir una miradita.
Sin dejar de comentar las ancianitas con el perro. ¡Maldito chucho! ¿Te importa que suba con el perro? Pues claro, señora, ¡cómo no! ¿Dejaría el perro abajo y le mandaría subir solo? Pobrecito… O aquellas que ni preguntan, y cuando el cachorro sube con las patitas (o patazas) encima no puedes apartarle porque le “debes” un respeto al pobre animal.
Los fiesteros que llegan a las siete u ocho de la mañana con el maquillaje en los pies, la melena desgreñada o la corbata en la cabeza son unos personajillos. Entran tambaleándose y se apoyan en el espejo para asegurarse de que la mujer de la limpieza realiza bien su trabajo. Y eso si no equivocan de piso o de llaves.
No hay que olvidarse de los deportistas. Aquellos que se levantan a las seis y pico de la mañana para despejar su mente y conservar su tipo. Al bajar con la fragancia a tu alrededor te impregnas de un rastro que perdura durante varias horas en el elevador.
En fin, hay muchos personajes que son dignos de mención. Tanto por su osadía como por su desfachatez. Se podría escribir un libro sobre las conversaciones que surgen, en principio espontáneas, en el ascensor. Parece que es una obligación entablar conversación atolondrado por la mañana, al mediodía, cuando te privan de la siesta, y por la noche, con tu modelo para salir. A mí me ha tocado vivir todas ellas. Pero aún me gustaría tratar con una experiencia más. Cada vez que puedo tomo el ascensor, aunque sea un solo piso, para poder asistir a un parto. Es típico de las películas, pero sería único y lo último por ver. Después, podría escribir mis memorias porque mi vida estaría ya copada.

¿Quién no se ha encontrado con alguien así?


Os dejo aquí un blog que he encontrado sobre conversaciones en el ascensor, hay algunas muy divertidas: 

lunes, 8 de febrero de 2010

La sinceridad como defecto


Meter la pata es vergonzoso. Pero patinar hasta caerse, en público, y sin poder escudriñar las facciones del rostro del otro es todavía peor.
Detrás de las cortinas de los vestuarios de una tienda, cuyo nombre no revelaré, se encontraban dos chicas manteniendo una conversación bastante animada. El tema giraba en torno a las prendas que les quedaban bien y cuándo las iban a lucir. Una falda azul demasiado larga, un jersey triste, una camisa pequeña… Después de varios intentos sale una de las dos chicas, vamos a llamarle Marta, un nombre común y difícil de identificar. ¡Pido perdón a todas las Martas! La cuestión es que Marta sale de su guardarropa y llama a su amiga, llamémosle Julia. Esta, después de analizar su ropa de abajo a arriba, concluye:
­. No, estos pantalones no me gustan. No te quedan bien, te forman “bolsas”.
Se produjo un silencio engorroso que duró unos segundos. Al final, Marta responde a la vez que se mete dentro para cambiarse de ropa:
. ¡Pero si estos pantalones son los que me compré ayer!

Julia, tartamudeando, se justifica diciendo que no se acordaba. Que le quedaban bien pero que una talla menos le sentaría mejor. Al final concluye su patético discurso con un:¡súbete los pantalones! A lo que Marta responde que no, que le gusta ir así, con los pantalones a lo rapera.
A todo esto yo estaba en el probador de al lado. No pude contenerme la risa y otear sin que me vieran toda la escena. Pensé que, al fin y al cabo, su amiga era sincera.
Marta se acabó de probar las piezas que le faltaban sin la aprobación de su amiga. Julia le reprochaba que no saliera, pero Marta se excusaba diciendo que ya había acabado.
Una vez una amiga me dio un consejo muy genuino: “Cuando compro ropa voy siempre acompañada de mi madre. Puedo pasar vergüenza, es más, me ruborizo bastantes veces cuando empieza a hablar con las dependientes, que son muchas veces de mi edad. Pero es la única que se atreve a decirme si algo me queda mal, nunca miente para quedar bien o agradarme”.
Y la verdad es que tiene razón. Decir que algo sienta bien es muy fácil, cruzas los dedos y piensas que ya se dará cuenta. No sé qué habrá hecho Marta, espero que se ponga un cinturón para que no se produzcan “bolsas” en los pantalones. En cuánto a Julia, creo que de mayor será una madre oportuna.